jueves, 3 de julio de 2014

La muerte del ratón


A la luz del vértigo y la polución de la cotidianeidad, el menudo cadáver de un roedor podría importar muy poco. Incluso, si alguien se cruzara con alguno en su camino, posiblemente lo patearía con gozoso desprecio. Para el caso, vería esta actitud con la misma sorpresa y perplejidad que si lo hicieran con uno vivo.

De no ser por la costumbre de caminar examinando el terreno a la búsqueda de algo significativo, no me hubiera topado con él. Al verlo, me invadió la necesidad de contemplar su silueta inerte, y enseguida noté su pelaje humedecido, seguramente por las fauces del animal que le diera una innecesaria y violenta muerte. Y digo innecesaria, dado al jugueteo y posterior abandono al que sometieron su cuerpo, sin ser comido.
Ante la muerte violenta la expresión facial del hombre revela una mueca grotesca y desproporcionada, contraria a ésta, la de este roedor se familiarizaba más con la serenidad de los sueños que con la de la fatalidad de una muerte trágica.

A menudo, asociamos la muerte con la desaparición (física) o con la imposibilidad de dejar de ver definitivamente aquello que existió. Pero si lo muerto está presente ante nuestros ojos pasa a no estar del todo muerto; nuestro juicio nutrido por los sentidos nos confirma que esa muerte es real, no imaginada o evocada desde una lejanía vaga y abstracta. Es, por tanto, física, está a nuestro alcance el poder palparla, olerla, escudriñarla, sentir, incluso, si el deceso fue reciente, el calor corporal que mengua lentamente y experimentar por nosotros mismos vívidamente su materialidad en el principio de la degradación. Por otra parte, la materialidad (no la representación) de la muerte que tenemos delante nuestro, potencia la actividad de nuestro pensamiento que todavía nos devuelve, a través de un dialogo de imágenes y percepciones, la vivacidad escurridiza del animal que delineó el umbral entre lo aceptable y lo repulsivo.
La efectividad empírica de esta muerte no consigue, sin embargo, trascender mortalmente, disolver lo imaginario, y matar el lenguaje “mudo” que nos proporciona para seguir anunciándola y comunicándonos con ella.
En todo caso, para esbozar una apresurada conclusión, la versatilidad de la muerte y sus múltiples disfraces con los que es capaz de sorprendernos, impide aniquilar la noción de muerte junto con la concreción misma de la muerte. Su asimilación en nuestro entendimiento, tal vez dependa de las presencias o ausencias de su materialidad. En otras palabras, lo que muere es la materialidad con la que la muerte se presenta, no la muerte en sí.
Tanto en representaciones como en objetividades, podría sintetizar diciendo que se trata de una muerte parcial, incompleta, porque lo que todavía nos habita la razón, no está del todo muerto.

M.F.
ilustracionesurbanas@hotmail.com
Jun 2014