jueves, 16 de junio de 2011

Una Canilla gotea

De una canilla, caen gotas sobre una gran palangana llena de agua, vasos y platos sucios. Resuenan, a ritmo acompasado, ahondando el silencio a lo largo de un pasillo.

El sol se insinúa en el horizonte; amanece lentamente. Y lentamente disminuye la claridad en una habitación cuyas paredes son mohosas, sin revocar.

En un semáforo, un canillita agita un par de diarios en lo alto.

Unas manos, robustas y con mucho bello, tiran de la cadena que levanta la persiana de un taller. Una mano abierta cuenta monedas y recibe billetes que otra mano le va depositando. Sobre una sillita, una mujer coloca algodón entre los dedos de sus pies y procede a pintarse con esmalte negro, empezando por la uña del dedo gordo.

En la habitación, ahora en penumbras, una cucaracha camina sobre el moho de la pared sin revocar; más abajo, unas manos intentan treparse por ésta con desesperación.

Ahora el sol se despliega en lo alto, radiante. Miles de calzados trajinan calles, transportes. En una calle tranquila piernas de mujer van caminando por la vereda. Viste una pollera que le llega hasta las rodillas y calza unas sandalias coloradas, haciendo contraste con el negro de sus uñas. Más atrás, las piernas de dos hombres calzados con recios zapatos marrones siguen a la mujer. Al doblar la esquina ella se detiene un instante, y enseguida continua su camino. Los hombres corren y logran alcanzarla, agarrándola por la cintura y los brazos. Un celular cae al piso.

Se escucha un grito. Hay un forcejeo. Las piernas se entrelazan unas con otras. Uno de ellos la agarra con fuerza de las muñecas. La mujer intenta pisar los pies de los hombres, tira patadas, grita con desesperación. Resigna su resistencia recién cuando uno de ellos la agarra del cuello, tapándole la boca, mientras le pasa la lengua por el contorno de la oreja. Las piernas se le aflojan y ella se desmaya. Frena un auto.

Ahora los pies desnudos de la mujer caminan casi arrastrándose por pasto húmedo. Los hombres caminan detrás, sujetándole los brazos por la espalda. Cruzan un largo patio. Hay huellas de neumáticos que forman surcos de barro y piedras. A la mujer se le aflojan las piernas con cada paso hasta que cae, clavando sus rodillas en el barro.

Desde la habitación en penumbras, se oye un gemido apagado, un llanto incesante cómo de una larga agonía. El lugar es estrecho; manos temblorosas rasguñan la pared mohosa, intentando treparla; las yemas de los dedos se lastiman y sangran.

Mientras tanto, la mujer reposa sobre una cama. No se mueve. Sus pantorrillas tienen algunos raspones y lastimaduras. Los pies están llenos de barro. En una cama contigua, piernas de otra mujer de piel blanquísima, pintadas las uñas de los pies de un negro brillante. Gotas de agua se deslizan lentamente por el empeine, entre los dedos.

Desde la estrecha habitación de paredes sin revocar ya no se oye aquel gemido.

Una mano robusta y con mucho bello comienza a regar las piernas embarradas de la mujer. El chorro de agua va disipando el barro de las rodillas, de los pies, exponiendo la roja nitidez de las heridas, hasta dejar las piernas limpias. La misma mano tira de la manguera, desconectándola de la canilla, y la deja caer al piso. Todavía, un débil y entrecortado chorro de agua sigue saliendo.

La canilla queda goteando sobre la palangana llena de agua. Las gotas resuenan, con un sonido acompasado, fundiéndose en el silencio a lo largo del pasillo.


Marcelo Indertod - Mayo 2010