Cuento seleccionado (junto a Motorman) para formar parte de la antologìa pròxima a editarse, como resultado del concurso organizado por Fundaciòn Catedra. Ganador de una menciòn de honor.
A eso de las cuatro de la madrugada dieron la nota. Se habían pasado con la novia de alguno y los “patovas” lo sacaron a los tres, borrachos, del único pub del pueblo.
Sin ostentar violencia, los muchachos se fueron cantando bajito; total, habían pasado una noche a puro baile.
Caminaban por el medio de la calle, tambaleantes; por momentos abrazados; en otros, se empujaban o se subían a la espalda de quien iba adelante, como haciendo caballito.
Detrás de ellos, la luna imponente, lanzaba un haz de luz sobre sus pies, sobre la calle adoquinada. Algún perro ladró a lo lejos.
Al pasar por la parroquia del pueblo, a uno de ellos se le ocurrió una idea y la comentó. Las carcajadas de los otros dos bastaron para llevarla a cabo y, agarrándose la panza de la risa, siguieron al ocurrente hasta la parte de atrás de la iglesia.
Ahí forzaron una vieja puerta de madera y lograron entrar. Algo que no lograron ver batió las alas en la espesa oscuridad y el que iba adelante se sobresaltó. Sus amigos le dieron un empujón y a tientas caminaron hacia delante, sintiendo un olor añejo que les revolvía el estómago.
Llegaron hasta el altar de la virgen.
Uno de ellos, subió los dos escalones del pedestal y abrazó a la estatua por la cintura, con claras intensiones de sacarla de su sitio. Al apoyarla sobre su hombro, el muchacho la sintió muy fría y resbaladiza, al momento que perdía el equilibrio, cayendo de espaldas con virgen y todo. Se escuchó un ruido seco, de yeso partiéndose. El que estaba más cerca atinó a ayudarlo pero empezó a reírse con nerviosismo mientras que el tercero alcanzó a decir “esto mañana va a ser un escándalo”. Llegaría el cura y se persignaría horrorizado al ver la escena, más todo el pueblo ofendido en su fe, sentiría lo que sintió maría cuando vio a su hijo en la cruz.
El accidentado separó un pedazo de virgen que quedó sobre su pecho y se levantó como pudo, dando manotazos en la oscuridad, diciendo – ¡rajemos urgente de acá! Salieron rápidamente por donde habían entrado, y corriendo cada uno para su lado, se perdieron en la noche. Mañana habría tiempo para recordar la anécdota.
El cura llegó muy temprano como todos los domingos para preparar la misa y se encontró con un martes trece.
Contempló incrédulo aquella imagen mística, partida en tres pedazos, ultrajada, reducida a tres trozos de yeso incapaces de amalgamarse sin que en su entraña conserve todavía la terrible vejación. El cuerpo, partido en dos; un brazo, separado del torso. La examinaba fijamente, persignándose. De pronto echó una mirada a la hilera de bancos y se sobresaltó: en pocas horas llegarían los feligreses, para abrir sus corazones a sus rezos y a la misericordia de la virgen. Esto lo hizo pensar fríamente. Los devotos no podrían aceptar la ausencia de la virgen ni en una sola misa, ¿acaso como sostendrían su fe? Emplearía entonces sus dotes de artesano, claro, y la restauraría provisoriamente con sus pastinas y yesos. De hecho, todos los sábados en la parroquia, él lleva adelante una escuela de oficios, en la que enseña con mucha dedicación a adolescentes del pueblo y a algunos mayores que nunca han pisado un colegio.
Solo le quedan un par de horas, debería apurarse.
El domingo temprano, el panadero del pueblo, hábil asador de lechones los fines de año, y de estar al tanto del minuto a minuto, se encargó de hacer llegar la noticia a oídos de todos.
Como su terreno linda con la parte de atrás de la iglesia, vio al cura sin el traje de oficio, revolviendo algo dentro de un balde. Esta labor al principio no le llamó la atención, claro, cosa que suele realizar todos los sábados para sus cursos. Pero hoy es domingo, y por nada se lo vería sin su sotana negra. El panadero frunció el ceño intrigado y, oculto tras una pila de cajones de manzana, vio, o creyó ver, al cura sumergiendo en aquel balde un brazo de la virgen. Esta suposición bastó para el escándalo.
Así fue que, una hora antes de misa, los feligreses más fanáticos se agolparon en la puerta de la parroquia, eufóricos, exigiendo una explicación al cura.
Éste se presentó en la puerta, sereno, vestido con su traje de oficio, y enseguida fue persuadiendo al grupo (unos quince). Una vez más tranquilos los ánimos, los hiso pasar. Buscando sus ojos, miró comprensivamente a cada uno de ellos, y les explicó:
– En efecto, “algunos descarriados del camino del señor” entraron, y, con intensiones de herir nuestra fe, quebraron un brazo de la virgen, ¡pero tranquilos!, ya la reparé.
Con esto la gente se volvió a exaltar, mezclaban las voces y de repente todo fue un gran bullicio. Acaso el hecho de manipularla sin su consentimiento, o de no haber convocado a una sacra comisión restauradora, sería para ellos tan grave como el mismo incidente.
– ¡Aja! –se rió el cura, agitando los brazos, ¡están muy equivocados esos forajidos si con lo que hicieron pretenden desmoralizarnos!
Y dando media vuelta reveló la imagen de la virgen, tirando de una seda blanca que la cubría. Hasta ese momento el grupo de fanáticos no había sacado los ojos de aquello tapado sobre el pedestal. Un íntimo silencio los sobrecogió de golpe, al verla íntegra, incluso más brillante. Aprovechando ese instante de introspección mística no fue difícil para el cura convencerlos de que no divulgasen la noticia al resto.
Ya en misa, a bancos llenos, el cura, a quien consideraban como el guía moral del pueblo o como a un maestro, (incluso se cree que ejercía más influencia que el eterno intendente) de un momento a otro se enardeció, y empezó a hablar con dureza contra los vándalos que suelen “profanar la casa del señor” y, como era de esperarse de su estilo, vaticinó que “a todos esos les espera el peor de los males en la vida y en el infierno”.
Los feligreses lo escuchaban con total recogimiento. En cambio, se hubiera dicho que la expresión de aquel grupo que lo visitó temprano, siempre sentados en primera fila, reflejaba la de los damnificados que esperan ávidos la sentencia que dictamina el juez. No estaban del todo conformes con la restauración, ni mucho menos con que el caso quede impune.
El clima se tornó tenso, y en la atmosfera se percibía un vaho húmedo que pesaba sobre los cuerpos. Una señora se salió por unos segundos de la postura oratoria y se secó la frente con un pañuelo.
El cura, enérgico, seguía a todos con la mirada mientras hablaba. De tanto en tanto, se daba vuelta y dirigía sus palabras mirando a la virgen, imitando su misericordiosa apertura de brazos. Luego giró y ordenó a todos que lo acompañaran con una oración.
De pronto, todos se sobresaltaron con el aleteo de una paloma que salió volando de la parte de atrás del altar, y que siguió revoloteando por el techo del recinto, golpeándose en una y en otra pared, buscando huir, aturdida. Los feligreses la siguieron con la mirada, asombrados. El cura hacia caso omiso al suceso y, como quién entra en un trance y no se da cuenta del entorno, elevaba cada vez más la voz repitiendo – ¡por los siglos de los siglos amén!...
Las velas que rodeaban el altar se encendieron con vivacidad y un fuerte crujido, que pareció venir de las paredes de iglesia, estremeció a todos los concurrentes. El cura, pálido, miró la efigie, y todos se levantaron de sus butacas.
Unas grietas como relámpagos fueron serpenteando el cuerpo de la virgen al momento que ésta se desmoronaba en pedazos al suelo.
Cerca del mediodía, los muchachos aun dormían como troncos.
Uno de ellos soñó que tenía sexo sobre el palco de una iglesia, con la morochita que lo había rechazado en el boliche. El otro soñó que un cura, envuelto en una túnica negra muy larga, lo reprendía por haber orinado sobre una imagen sagrada. Por último, el ideólogo de la travesura, no soñó nada: la borrachera que tenía no se lo permitió.
Indertod / 20-May-10