Se retuerce una y otra vez en la cama; cubre su cabeza con la almohada, pero es inútil: serán las 2 o 3 de la madrugada, y cada tic, y cada tac, simboliza la sonoridad de una implacable sentencia.
Con los nervios de punta, en plena oscuridad, decide acallar el endemoniado aparato.
Así lo hace, sin importar las consecuencias.
Cauteloso, sale de la cama, y se para frente a el reloj que está en una repisa. Se pregunta como algo tan pequeño es capaz de profundizar en sus penurias. Simplemente, le saca la pila y con gran alivio vuelve a su cama.
Ahora, el silencio y la oscuridad lo relajan. Bastarán unos pocos minutos, y dormirá profundamente.
Al rato, el ronquido quejumbroso y entrecortado de su compañero, cesa repentinamente. Este se despierta de un sobresalto al darse cuenta que el tic tac tranquilizador y compañero de su reloj ha dejado de sonar. En ese instante siente un silencio sobrecogedor en el recinto. Experimenta un vació infinito; se siente solo, muy solo, desamparado.
Furioso, salta de la cama, y sobre la repisa encuentra el porqué de su sobresalto. ¡Es un atrevimiento inadmisible! – se dice. Enseguida coloca la pila, y vuelve su íntimo tic tac. Ahora, masticando rabia, observa en la cucheta de abajo a su compañero dormir tan profundamente que ni se lo escucha respirar, y se reprocha no haberlo ajusticiado antes.
Entonces, de entre sus sabanas, saca una filosa punta que el mismo trabajó, y, posiblemente con toda la ira acumulada de sus años de encierro, le asesta 5 o 6 puntazos.
Indiferente, trepa a su cama. Enseguida, al compás del tic tac, como canción de cuna, se duerme pesadamente.
Ahora en la celda, cada uno a su manera, descansan en paz.
M.F.
11-4-12