A la luz del
vértigo y la polución de la cotidianeidad, el menudo cadáver de un roedor
podría importar muy poco. Incluso, si alguien se cruzara con alguno en su
camino, posiblemente lo patearía con gozoso desprecio. Para el caso, vería esta
actitud con la misma sorpresa y perplejidad que si lo hicieran con uno vivo.
De no ser por la costumbre de caminar examinando el
terreno a la búsqueda de algo significativo, no me hubiera topado con él. Al verlo,
me invadió la necesidad de contemplar su silueta inerte, y enseguida noté su
pelaje humedecido, seguramente por las fauces del animal que le diera una
innecesaria y violenta muerte. Y digo innecesaria, dado al jugueteo y posterior
abandono al que sometieron su cuerpo, sin ser comido.
Ante la muerte violenta la expresión facial del hombre
revela una mueca grotesca y desproporcionada, contraria a ésta, la de
este roedor se familiarizaba más con la serenidad de los sueños que con la de
la fatalidad de una muerte trágica.
A menudo, asociamos la muerte con la desaparición
(física) o con la imposibilidad de dejar de ver
definitivamente aquello que existió. Pero si lo muerto está presente ante
nuestros ojos pasa a no estar del todo muerto; nuestro juicio nutrido por los
sentidos nos confirma que esa muerte es real, no imaginada o evocada desde una
lejanía vaga y abstracta. Es, por tanto, física, está a nuestro alcance el
poder palparla, olerla, escudriñarla, sentir, incluso, si el deceso fue reciente,
el calor corporal que mengua lentamente y experimentar por nosotros mismos
vívidamente su materialidad en el principio de la degradación. Por otra parte,
la materialidad (no la representación) de la muerte que tenemos delante
nuestro, potencia la actividad de nuestro pensamiento que todavía nos devuelve,
a través de un dialogo de imágenes y percepciones, la vivacidad escurridiza del
animal que delineó el umbral entre lo aceptable y lo repulsivo.
La efectividad empírica de esta muerte no consigue, sin
embargo, trascender mortalmente, disolver lo imaginario, y matar el lenguaje
“mudo” que nos proporciona para seguir anunciándola y comunicándonos con ella.
En todo caso, para esbozar una apresurada conclusión,
la versatilidad de la muerte y sus múltiples disfraces con los que es capaz de
sorprendernos, impide aniquilar la noción de muerte junto con la concreción
misma de la muerte. Su asimilación en nuestro entendimiento, tal vez dependa de
las presencias o ausencias de su materialidad. En otras palabras, lo que muere
es la materialidad con la que la muerte se presenta, no la muerte en sí.
Tanto en representaciones como en objetividades, podría
sintetizar diciendo que se trata de una muerte parcial, incompleta, porque lo
que todavía nos habita la razón, no está del todo muerto.
M.F.
ilustracionesurbanas@hotmail.com
Jun 2014
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