jueves, 1 de septiembre de 2011

PRIMER PREMIO para MOTORMAN

Concurso Nacional Cuento y Poesía / Premio anual Cathedra.


Lectura en vivo.

Con gran alegría quiero compartir con Uds. este primer premio y mención de honor otorgado por Fundación Cathedra (Centro promotor de las artes y las Ciencias) al cuento Motorman. Dicho concurso, a su vez, consiste en la publicación anual de una antología de los escritores seleccionados, libro en el cual, se encuentra publicado el texto ganador, y Virgen Rota, otro relato de mi autoría, que también participó en el certamen y gratamente fue seleccionado para formar parte de esta antología, llamada Destellos.



A continuación el texto y alguna fotografía de la velada.

Motorman


Cientos de personas suben y bajan del tren. El día es agobiante, la temperatura roza los cuarenta. Cuando va llegando a la estación, observa con sobresalto como toda esa gente se concentra peligrosamente sobre la línea amarilla del andén. El gemido de la frenada lo ensordece. El olor que emana los frenos le produce arcadas. Pone en marcha el tren pero este sale hacia atrás. Las personas retroceden de los andenes y parecen ser chupadas por los molinetes. Los cruces de vías y los señaladores son profusos, una gran maraña de rieles atraviesan sus ojos. Su cabeza sudorosa se sacude; las cabezas de todos los pasajeros se sacuden. Ahora el tren va a toda velocidad hacia delante. Se da cuenta con desesperación que es imposible detenerlo: en el tablero solo están las perforaciones por las cuales debieran salir los comandos. Más adelante, en medio de las vías, hay una mujer con un niño en brazos. Esta imagen se eterniza en su retina.

El hombre se despierta de un sobresalto, frota sus ojos, se agarra la cabeza. Se sienta en la cama, está oscuro. Una gran aureola de sudor deja en las sabanas. Antes de pisar el suelo busca las ojotas. Cada vez que se acuesta, tiene la costumbre de empujarlas con el pie bajo la cama; se enfurece.
Tanteando encuentra la bata que estaba en el respaldo de una silla y mientras se la pone sale de la pieza. Camina por un pasillo, jugando a no tocar las baldosas de color más claro. Mira el techo. Bosteza.
Una vez en el baño, orina, y con el chorro mañanero se empeña en eliminar cada remanente pegado en el inodoro. No acostumbra lavarse la cara apenas se levanta, le gusta saborear la modorra hasta pasado el desayuno.
Llega a la cocina y abre las cortinas. El día está soleado y desde afuera llegan los rumores matinales. Abre la heladera y lo invade el olor a guiso de lentejas de hace dos noches. Saca mermelada, manteca, un yogurt bebible y lo dispone sobre la mesa. De la panera saca algunas tostadas y les unta manteca. Prepara cinco, que coloca prolijamente una al lado de la otra, y antes de ponerles mermelada, hurguetea con el dedo índice dentro del frasco y se lo chupa varias veces.
Recuerda unos niños jugando en un parque; se recuerda a él jugando con esos niños en ese parque. Un hilo de mermelada cae de su boca, llegándole hasta el mentón. Se limpia con una servilleta de papel, la dobla al medio. Al dejarla sobre la mesa ésta queda abierta y observa que la mancha de mermelada forma una figura simétrica. Se le viene a la cabeza el psicotécnico que afrontó con ese tipo de manchas para el empleo de motorman; pero enseguida le resulta más agradable recordar como de chico jugaba a crear esas figuras con temperas.
Aquellos niños que jugaban en el parque eran sus amigos de la infancia, sí, y sus hermanos también, se dice. La mujer que sostiene al niño en brazos en medio de las vías surge fugazmente en su cabeza. Se masajea las sienes.
Ahora toma un sorbo de yogurt directamente del saché; se limpia con el puño los bigotes. Mira hacia la ventana. Si bien hay sol, la mañana está fresca, esto lo disgusta. Se rasca los sobacos, la cabeza; huele sus dedos. Mete la mano bajo la bata y se rasca; vuelve a oler sus dedos. Siente que el olor a guiso de lentejas invade la casa. Aquella noche el guiso estuvo bien caldoso, recuerda. Le puso chorizo colorado, panceta y mucho verdeo. A su novia realmente le gustó, comió dos platos. Lo que le pasó después, cuando se estaban besando en el sofá, fue un pequeño accidente, pero ella lo supo entender, se consuela. Mientras piensa en esto, repite la situación de aquella noche, sacude la bata, frunciendo su nariz y se dirige con cierto apuro al baño. Se sienta en el inodoro, se inclina hacia delante agarrándose las pantorrillas; el estomago le hace ruidos. Abre la canilla del bidet y deja que el agua fluya.
De pronto mira su reloj; por un instante cree que se le hace tarde. Pero si hoy es su día franco, se dice, aliviado. Mira su camisa de trabajo colgada del gancho de la puerta; cuanta es la gente que a diario viaja en tren, y cuanta responsabilidad; por suerte ahora solo despacha boletos. Ve la imagen de la camisa reflejada en el espejo del botiquín y se pregunta: aprovecho el día y me junto con los muchachos, o saco a mi novia a pasear. Esto le deviene en duda y se enoja con él mismo. Mira el piso y contabiliza las baldosas que hay hasta la pared que tiene en frente. Comienza a desenrollar el papel higiénico, dejándolo caer sobre su pie.
Finalmente, decide quedarse en la casa, descansando. Por si acaso lo llaman, ensaya una excusa conveniente para ambas partes; prefiere hundirse en la oscuridad de su pieza, así, hasta la hora de la merienda. Para que salir, para que encontrarse con aquellos fallutos; si solo están cuando él los llama. Y con esa mina, sí, esa mina a la que llama novia, por qué, si solo la conoce hace un par de meses. Sin dudas, ahora estará sacándole el cuero con sus amigas cuarentonas. Claro, le dirán, se ven una vez por semana y encima, esa noche te recibe con un guiso de lentejas. Si comió dos platos fue por obligación, seguro. No sabe comer, no sabe lo que significa un buen guiso, concluye en voz alta. Termina de decir esto, y mira el montón de papel higiénico amontonado sobre su pie izquierdo. Lo enrolla como puede y lo mete hecho una pelota dentro del hueco de la pared, en el tubo pelado de cartón.
Se acuerda cuando de chico enrollaba toda la casa, todo el parque con papel higiénico. Difícil de olvidar cómo la madre lo corría, con las piernas enroscadas en papel. Esto aún le parece divertido. Sonríe.
Ahora está apoyado en el lavatorio, mirándose en el espejo. La canilla está abierta, el chorro de agua sale con presión.
Examina su rostro: primero el mentón, se toca la barbilla. Inclina la cabeza hacia arriba y procura verse los agujeros de la nariz, los dilata. Observa los bellos que salen profusos. Abre la boca y corrobora sus caries. Mira ahora sus ojos, están colorados. Pero lo que más le incomoda es verse las pronunciadas entradas, las cuales forman como un islote de pelo erizado en medio de su cabeza. Le sube un aire frio desde los pies. De pronto siente que algo roza su espalda. Se estremece. Seguramente es porque estoy sin medias, se dice. Y revive en su memoria la imagen de aquellos niños que jugaban en el parque, sí, ellos eran sus amigos de la infancia, y también estaban sus hermanos. Se pregunta por qué sigue recordando esto, tanto en sueños como despierto. Y en el momento en el que él queda parado en medio de la ronda que forman los niños tomados de las manos, cubierto de sudor, ve a otro niño que no conoce, mucho más pequeño, que solo los observa de lejos. Enseguida, una mujer sale de más atrás, entre los arbustos, y levanta al niño. Él, queda perplejo; su cabeza sudorosa se sacude; el tren cruza una maraña de rieles y se sacude. Luego del traqueteo, un breve lapso de oscuridad, y el tren sale de un túnel. Los pocos pasajeros que viajan parados se amontonan sobre los asientos. Desde la cabina él ve como sus amigos salen corriendo hacia el último vagón.
Más adelante, la mujer con el niño en brazos cruza las vías y se pierde entre unos arbustos. Una sensación como de desarraigo lo invade.
El hombre sale del baño.
El pasillo que conduce a su pieza es angosto. Mira el techo. Sus pasos son largos, juega a no pisar las baldosas de color más claro. Camina con los brazos extendidos hacia los lados, sintiendo en sus dedos la textura áspera de ambas paredes. Le falta el aire. Cree que sería necesario hacer una abertura, colocar una ventana, o un ventiluz. Seguramente después de la siesta lo haga.
Entra a la pieza. Empuja la puerta con desgano y mientras ésta se cierra lentamente su cuerpo es tragado por la negrura de la habitación.


Marcelo Fernández
Jun. 09


Amigos, al termino de la entrega de premios.

Antología "Destellos". Cathedra. Poesìa y cuento 2011




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